De una silla de ruedas a las estrellas
Mi historia es increíble pero innegablemente cierta. Me llevó de un lugar de parálisis y dependencia de una silla de ruedas, dolor y adicción, a la posibilidad de caminar erguido, la determinación y la salud.
Cuando tenía treinta
años adquirí tuberculosis y por esta razón pasé muchos años en una silla de
ruedas. Quince años después había logrado caminar con muletas, pero todavía con
increíble dolor; sacudidas que se sentían como choques eléctricos corrían a lo
largo de mis piernas y me hacían gemir.
Después de probar
varios hospitales, clínicas del dolor y una variedad de analgésicos recetados
bien por los doctores o clandestinamente por mí, me convertí en un paciente
asiduo de la doctora Pettifer, que estaba deseosa de prescribirme fiseptona
para ayudarme a manejar la situación.
Una noche en la que
sentía mucho dolor, en medio de una fiesta llena de amigos exitosos, ingeniosos
y encantadores, no tuve la energía suficiente para seguir interactuando con
ellos: así que me encerré en un cuarto y encendí la TV. Pensaba en lo
lamentable que se había tornado mi existencia, ¡ni siquiera podía disfrutar de
una velada con mis amigos! Mi dolor y mal humor eran insoportables. Había
alcanzado el punto más bajo de mi vida.
Después de
un rato, me senté en la cama en frente de la TV y comencé a pensar, no con
arrepentimiento sobre los malos tiempos, sino de los buenos años, del gusto por
los amigos y los viajes. Me acordé de un hombre que conocí en uno de mis
viajes, Maharaji, de Haridwar en Uttar Pradesh, India. Este hombre me había
iniciado gratuitamente en una práctica de tipo meditación que llamaba
auto-conocimiento. Recordé cuan agradable, simple y profunda había sido la
práctica de aquel conocimiento.
Me disgustó
pensar que había interrumpido esta práctica por causa de mi discapacidad.
Sentado en la cama, supe que no podría vivir más de ese modo. Supe que no había
otra alternativa viable para mí aparte de practicar, cada día, lo que Maharaji
me había mostrado.
Eso fue
precisamente lo que hice, y desde ese día cada aspecto de mi vida mejoró
lentamente. Si había nubes en el cielo, sabía que el sol estaba detrás de ellas
y que las nubes traerían lluvia para nutrir la tierra y a mí junto con ella. Mi
vaso previamente medio vacío, ahora estaba medio lleno, y continuaba
llenándose.
Un día en
que me sentía bastante bien, se me ocurrió comenzar algún ejercicio sencillo.
Consciente de que no podía entrar a una clase con mi discapacidad, fui a una
librería en busca de un libro sobre tai-chi, con la esperanza de que podría
practicarlo solo y alcanzar un nivel que me permitiría entrenar bajo la guía de
un profesor más adelante.
En la
librería encontré un manual sobre tai-chi y luego fui a explorar los otros libros.
Siempre había sido un fan de los escritos de Carlos Castaneda acerca de su
aprendizaje mágico en México. En uno de los estantes encontré un libro escrito
por él, que nunca había leído, llamado Pases
Mágicos, con el subtítulo: “La
Sabiduría Práctica de los Chamanes del Antiguo México”. El libro me interesó; con muchas
descripciones y fotos de movimientos físicos, parecía llenar el vacío abierto
por su trabajo anterior. Puse el libro de tai-chi de vuelta en el estante y
salí con Pases Mágicos bajo el brazo.
El libro
presentaba seis series de movimientos energizantes que habían sido enseñados a
Carlos Castaneda durante su decimotercero año de aprendizaje con un indio yaqui
llamado don Juan Matus. Estos movimientos, llamados pases mágicos, producían
efectos poderosos, fortaleciendo el cuerpo y aumentando la conciencia. Con poca
energía, con dolor y debilitado por mi discapacidad, emprendí un lento trabajo de aprender del libro, que me atraía
mucho. Un día, consulté Internet en busca de videos disponibles con los cuales
aprender los movimientos. Habían salido varios y ordené uno de ellos.
Tenía un
sentimiento de gran optimismo y tan pronto como el videocasete llegó, lo puse
en la TV y comencé a practicar. Hacer pases mágicos requería un fino sentido de
equilibrio. Yo tenía poco equilibrio sin mis muletas. Una y otra vez me caí en
el piso y tuve que levantarme; no obstante, continué con ello día tras día. Era
un proceso poderoso y vigorizante.
Después de
practicar diariamente con el video durante seis meses, me descubrí cayendo de
bruces mucho menos que antes. Mi cuerpo era más fuerte y estaba mucho más
alerta. Cada día meditaba, desayunaba y practicaba pases mágicos con el video.
Un día, con
un hormigueo en todo el cuerpo, sintiéndome alborozado y aun sudoroso por el
ejercicio, me dirigí al baño. Me afeité, pero antes de bañarme paré,
momentáneamente hipnotizado por mi reflejo en el espejo. Había una nueva
vitalidad allí; un brillo extraño en los ojos. Sentí un inusual e inmediato
anhelo, un profundo sentido de amor, atracción y concentración acrecentada.
Me acoplé
con este sentimiento expansivo, me deslicé dentro y fuera de un estado entre
real y onírico a la vez. Perplejo pero alerta, sentí que algo increíble estaba
ocurriendo y renovó mi atención.
Miré mi
reflejo intensamente y luego comencé a ver:
aunque no me estaba moviendo, mi reflejo sí lo hacía, se movía hacia la
izquierda. Después, el reflejo comenzó a materializarse fuera del espejo. Por
un momento quedé horrorizado. Luego sentí cómo mi conciencia entraba en esta
nueva forma que había emergido. Sintiendo que no podía seguir en el baño con mi
cuerpo de todos los días, corrí afuera. Fui al cuarto de enfrente y comencé a
practicar los pases mágicos que sabía, Mientras me movía, muchos otros
movimientos me llegaron espontáneamente y dancé en un remolino de gozo y
determinación. Nunca antes había sentido tal poder y maravilla en mi vida.
Me moví sin
pensamientos, deliciosamente fluyendo en una danza, empapándome en la
inmediatez de ser con cada
respiración. Luego de horas así, repentinamente un pensamiento interrumpió mi
éxtasis: “¿Te has vuelto loco, realmente crees que has dejado tu cuerpo en el
baño?”. Con un arrebato de energía desvanecí este pensamiento intrusivo. Sin
embargo, después de un rato, la voz gruñona volvió. A regañadientes, retorné al
baño.
Mientras
caminaba de regreso al baño vi mi cuerpo, parado como lo había dejado, trabado
en su mirada. Sentí nauseas de miedo y pánico. Pensamientos y supersticiones de
posesiones demoníacas inundaron mi mente, hasta que una voz suave y amorosa los
remplazó y me dijo que me calmara y retornara a mi cuerpo de todos los días,
pues no tenía energía suficiente para mantener mi estado presente.
No caí en
la cuenta de las implicaciones totales de mi experiencia hasta el día
siguiente, cuando visité a mi vecino Larry Westwood. Él me ofreció una cerveza,
que yo, sorprendiéndome de mis propias palabras, rechacé diciendo: “No bebo
alcohol”. Luego me ofreció un cigarrillo y di una respuesta similar. Estaba
atónito como él ante mi comportamiento, o incluso más, cuando me percaté de que
había caminado hasta su casa sin las muletas.
Me
encontraba revitalizado, llenó de energía que fluía de un modo que no experimentaba
desde mi niñez. Estaba optimista, lleno de agradecimiento, admiración y
alegría. No estaba más en el dolor, de hecho, era justo lo contrario. Nunca
había sabido que fuera posible sentirse así de bien. Caminaba sin muletas. Me
sentía decidido y libre. Sin la necesidad de tomar analgésicos, fácilmente dejé
de consumirlos.
Mi doctora
quedó sorprendida al verme libre de las muletas y los medicamentos. Dijo que
había sido un milagro.
Gammadian Freeman
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